11 julio 2011

cincuenta

No puedo negar que me entristece saber que no volveré a verle. No ha sido una historia de amor, ha sido más bien un encuentro fugaz, liviano y poco significativo. Pero supongo que es inevitable sentir esta tristeza ante la idea de que lo más probable es que no vuelvas a ver a esa persona en tu vida.

Gracias a mi carácter le conocí. Una larga noche de amigos, le vi y me gustó. Salimos cuando cerraban y le reconocí sentado en una acera con la cabeza sobre las rodillas. Me acerqué, demasiado borracho, yo demasiado sobria. Me vi arrastrada por mis amigas a un coche que nos llevaba a algún lugar cuando de pronto me harté, abrí la puerta aun en marcha, frenó y me bajé.

Se alejaba el coche con mis borrachas amigas y varios desconocidos masculinos, cuando me decidí a ir a casa, en ese momento pensé: ¿seguirá allí? Tomé el camino largo que pasa por la puerta del garito en el que le había encontrado. Efectivamente, seguía allí. Sentado en el mismo rincón de la acera, con la cabeza en las rodillas y el botellín de agua que antes le había ofrecido, ahora vacío ante él.

Me senté a su lado, le miré un momento y creo que no fue consciente de mi presencia hasta que le hablé. Me miró con unas ojeras gris profundo que gritaban “necesito morirme”. Hubo un intento de conversación en el que me dio las gracias por el agua, le ayudé a levantarse y decidí acompañarle a casa (creo que él solo no hubiese llegado). Resultó que el tiempo no había causado tantos estragos en mi inglés como yo pensaba, pues fue una larga conversación hasta llegar a su casa, según me dijo estando aun en aquella acera “around”, con perdón “los cojones”, casi media hora andando.

Llegados a su puerta me preguntó lo que supongo que era inevitable, mis intenciones. La verdad es que cuando volví para ver si estaba aun allí, solo lo hice por preocupación, le había visto demasiado mal, pero ya que me brindaba la oportunidad, ¿por qué no aprovecharla? Me invitó a subir, hablamos y estuvo de acuerdo conmigo en que no era el mejor momento. Intercambiamos números de teléfono y nos despedimos con un típico “te llamaré”.

Tres días después, a las una de la madrugada me despertó una llamada. Era él. A las dos nos vimos, unas cervezas relajaron la tensión y la conversación fluyó, a veces con dificultades de vocabulario, pero con gracia. Dos horas y varias cervezas más tarde nos cerraron el local y esta vez yo no dije nada. Preguntó si podíamos ir a mi casa. Compartimos allí una botella de lambrusco y gustos musicales buscados en el portátil que hacía un rato me había bajado. El vinito caldeó el ambiente, el aparato se quedó sin batería y durante un momento se hizo un silencio incómodo sin música y sin conversación. Habló, y nada menos que para preguntarme ¿qué quería? Osado, y además dejándome la responsabilidad de la decisión a mí, a una señorita. Mi contestación: “cuando te vi, sexo, después de haber pasado toda la noche contigo, no siento que haya atracción sexual”. Su contestación: “podemos probar”. De modo que me besó. No fue nada romántico, ni sentimental, ni siquiera está entre los mejores besos que me hayan dado, pero simplemente sucedió.

Estaba amaneciendo cuando subimos a mi habitación y esta parte no me atreveré a menospreciarla. Adivinó mis primeras intenciones de dominar, pero no me dejó. “Just relax” fueron sus palabras. Me tumbó boca arriba y me desnudó con una sutileza que no esperaba. Coló su mano entre mis piernas mientras su lengua jugueteaba con la mía. En ocasiones acercaba su cintura y se adentraba, luego jugaba con la punta en mi humedad y volvía a entrar, cesaba y sus manos volvían a tocarme, a veces acompañadas por una lengua fina y juguetona.

En todo momento hubo alguna parte de su cuerpo en contacto con el mío. Jugó con mis sensaciones, entró entero, mis tobillos en sus hombros, nuestros labios besándose y las cinturas al unísono. “Cheeky girl”, su comentario.

Se echó a mi lado y me abrazó. Casi empezábamos a dormirnos cuando, estando en cucharita, me empezó a acariciar el pecho y le volví a notar abajo. Esta vez se limitó a entrar, fácil, ligero, suave, mojado. Todo más intenso, el pulso acelerado, la respiración ahogada y algún tirón de pelo.

Esa mañana tuve que despedirle porque otros compromisos requerían mi atención en unas horas.

Dos semanas más tarde, mismo día de la semana, misma hora de la madrugada, misma llamada, diferente plan. Esta vez las cervezas comenzaron directamente en casa. Nos tiramos en el suelo de la terraza al fresquito de la madrugada y a la luz del portátil en el que después de otra serie de recomendaciones musicales, acabamos poniendo la misma música de la vez anterior. Bebimos cerveza y fumamos sustancias no muy legales, conversamos y descubrimos historias personales. Resultó que mi londinense amante cuenta dos vástagos. Quise indagar más en el asunto, pero no me lo permitió.

Esta vez no hubo lugar para agotar la batería. Propuso subir a la habitación y yo no me negué. Se repitió un ritual similar al anterior y pude invitarle a dormir. “Cheeky girl”, repitió.

El siguiente mensaje lo envié yo. En cuatro días dejo Madrid y me vuelvo a casa hasta Septiembre. Cuando yo vuelva, él ya no estará aquí, por lo que propuse una despedida. Esa misma noche me llamó y de nuevo nos vimos en casa. Repetimos plan, salimos a la terraza, bebimos y fumamos, esta vez sin ordenador. Estaba cansado, dijo, le persuadí de que si subíamos se activaría. Subimos a la habitación y por fin me dejó hacer. Aproveché su cansancio para hacerle disfrutar. Me dejó besarle, desnudarle, acariciarle todo el cuerpo, y empecé a notar los efectos de mis caricias. Se rindió bajo mi lengua, mis labios y mis manos en su cintura. “Cheeky girl”.

Tumbados uno junto al otro, de nuevo a punto de dormir, comenzó a hablar: “cuando era niño, soñaba que era guerrero en un reino fantástico, cosas de críos, pero siempre había una chica, se llamaba como tú, en el momento que me dijiste tu nombre, eso fue lo primero que pensé”. Se hizo un silencio tras esta confesión, no supe qué contestar, me pareció precioso, y por otra parte raro, porque no era ese el tipo de “relación” que habíamos establecido.

Los tiempos han cambiado, quizás esa es la forma que tenemos ahora de decir que “algo” podría ser especial. Aunque me cuesta, quiero creer en el amor, tal vez este tipo de historias que acabarán siendo insignificantes, sean las que terminen por abrirme los ojos. Por el momento sigo sin renunciar al sexo.

A la mañana siguiente, la despedida. Nos despertamos poco antes de la hora a la que él había quedado con su hermana. Se comenzó a vestir con la intención de llegar a tiempo por una vez en su vida (es bastante impuntual), pero no pude resistirme a entretenerle un ratito más. Me miró, me dijo que parecía triste. No era tristeza, al menos no en ese momento. “MorningSex”, eso pensaba y eso le dije. “Cheeky girl”, y repetimos. Repetimos esta vez como el primer día, jugando, con sus dedos, con su cintura, pero aun sabiendo que quizás no tardase mucho, mi instinto me hizo soltar un “fuck me” que le hizo enloquecer y entrar hasta el fondo mientras me cogía el pecho. Efectivamente, no duró demasiado, pero como un caballero, continuó. Esta vez esas manos hicieron maravillas, o tal vez esta vez yo estaba más excitada, pero madre mía, qué manos, qué dedos, acariciaban y entraban y salían y justo llegaban a dónde él sabía que tenían que llegar, la tensión empezó en los muslos y poco a poco los escalofríos invadieron todo mi cuerpo haciéndome estremecer y disfrutar.

Luego se fue, nos dijimos adiós, un adiós incómodo, ¿qué se le dice a una persona a la que no volverás a ver? Todos los buenos deseos que puedas tener para esa persona son de por vida, un hasta luego no vale, solo vale un “adiós” y tal vez “cuídate” pueda ser apropiado. Se marchó y realmente casi no le conocí. Me dejó la bonita historia de su infancia, el “cheeky girl” que me decía y me encantaba, miradas e instantes fugaces que quizás significaron algo, y una banda sonora que cada vez que la oiga, inevitablemente me transportará a este verano.


05 julio 2011

uno

Catorce años, instituto, inseguridad, vulnerabilidad, baja autoestima, instinto sexual sobredesarrollado para esa edad, chico de veintidos años, moreno, ojos verdes, macarra, anti-sistema, con labia y filia por las demasiado jovencitas para su edad. Viviendo en un pueblo de mil habitantes en el que todos se conocían y no encontraba afinidades a su inteligencia, así acabó la tonta de mí con este personajo.

Personajo como digo, por no llamarle despojo humano, pero tampoco sería justo por mi parte cargarle con toda la culpa a él.

Comenzó la historia antes de que pudiese dar por finalizado lo que podría llamar "mi primer noviazgo". El pobre chico era encantador, sensible, guapo, pero de estos chicos guapos que no piensas "que buenorro que está" sino "oh! qué guapo es..." y pestañeas. Reconozco que este tipo de hombres a todas nos gustaría tenerlos como maridos y padres de nuestros hijos, pero a mis catorce años y mi avanzada promiscuidad, sinceramente me atraían más veintidos años morenazos macarras con ojos verdes y cara de "te voy a hacer mujer". Vamos, cosas de crias... algo completamente disparatado y sin sentido (hoy volvería a caer en el mismo error).

El pobre "chico guapo" acabó mal, y lo peor es que yo tampoco acabé del todo bien.

Un amor secreto y lujurioso que se escondía en antros y cocheras abandonadas no auguraba nada bueno, y una de esas "noches de cochera" (para las cuales me escapaba a escondidas de casa) todo fue inevitable, insostenible, insoportablemente doloroso, asqueroso y forzado.

A día de hoy sigo sin tener muy claro lo que sucedió exactamente y la verdad es que nunca he intentado recordarlo, me basta con la sensación que me produce el simple hecho de pensar en ello.